Las relaciones humanas, inútil decirlo, son complejas. Especialmente cuando en los recovecos de la mente y el corazón se nos enredan los sentimientos y a medida que pasa el tiempo el nudo se nos hace más grande, hasta que llega el momento cuando perdemos los extremos de la soga y se nos olvida dónde comenzó todo el embrollo. Así terminamos cargando un amasijo incómodo que nos impide sentir a nuestros seres queridos mas allá de los rencores y los prejuicios. De alguna forma, terminamos atados a lo que menos nos gusta de ellos. Y de nosotros mismos.
De mujer a mujer el asunto es más telúrico. Entre ellas las tesituras del amor pueden llevarlas a los extremos para engendrar un hábito de desencuentros que cada vez cala más profundo. Se quieren, pero no se entienden. Se aman, pero no son capaces de transmitirlo. Amarradas a patrones que han repetido infinitas veces, madre e hija pueden estar al alcance de la mano, pero no de sus corazones.
Desenmarañar esas relaciones puede tomar una vida. Pero al final es el mejor regalo que pueden hacerse. Inevitablemente llegará el momento cuando sea demasiado tarde porque una de las dos ha partido.
La rueda de los días trae mucho más que arrugas. En su girar nos va moliendo, moldeando, puliendo y enseñando. Podemos dejar que su avance nos aleje cada vez más de la fuente de nuestros afectos. Pero también podemos aprovechar el momento para mirar directamente a la persona amada y reconocer los huesos de nuestros huesos, el alma de nuestra alma. Y desde allí comenzar a desatarnos para finalmente ser libres de aceptarnos como las personas que somos. Una misma sangre.
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