12/26/2008

PAN DE VIDA

Jamás pensó que un frío como ese podía existir. Era algo sobrehumano,
omnipresente, demoledor. A través de la ventana veía el paisaje
blanco. Menos treinta, calculó. Adentro de la oficina bastaba con un
sweater. Concentrados en los monitores, sus colegas parecían
acostumbrados a un día como ese, corto y frío, sin mayores planes que
terminar el trabajo y directo al hotel. Los que tenían familia se
habían marchado al mediodía. Ellos eran los últimos, los que nadie
esperaba para cenar.
Intentó concentrarse en los gráficos en la pantalla de su computador.
Los datos indicaban que aquellas arenas estaban enchumbadas en
petróleo. Tenía experiencia con ese bitumen que parecía chocolate en
pasta. La primera vez que lo vio era apenas un niño, su padre
trabajaba en los pozos y lo único que le interesaba era cazar
lagartijas bajo el sol de Monagas. En aquel entonces era considerado
un alquitrán sin valor alguno, pero años después, tras graduarse de
ingeniero petrolero, se especializó en las técnicas para convertirlo
en energía. Así hizo su carrera, sudando la gota gorda en las riberas
del Orinoco. Hasta que la política envolvió su mundo y llegó el día
cuando fue despedido. Nadie en Venezuela quiso darle trabajo.

Miró de nuevo por la ventana. Eran apenas las tres de la tarde y
faltaba poco para que anocheciera. Los árboles parecían de hielo, el
cielo estaba congelado. Aquel era su primer invierno en Alberta, su
primera navidad solo y la primera vez que sentía en los huesos el
significado del verbo extrañar. En casa, a esa misma hora, estaría
sirviéndose el segundo whisky, con soda y bastante hielo. Ahora lo
tomaba puro, cuando tomaba. Pensó en el pavo relleno que le servirían
para cenar en compañía de un colega indio y otro irlandés. Suspiró
por unas hallacas y por enésima vez abrió su correo personal. Recién
llegaba un mensaje de su hermano con la receta del pan de jamón que
su padre solía cocinar. Harina, levadura, leche, azúcar, manteca,
pasas, aceitunas, ingredientes comunes que vendían en cualquier
lugar. De pronto, se le ocurrió que el cocinero del hotel le
permitiría utilizar el horno. El canadiense era un tipo simpático y
habían entablado algo parecido a una amistad. Imprimió la receta con
una sonrisa, y a las cinco, mientras conducía sobre el hielo rumbo al
supermercado, fantasear con aquel olor dulzón lo transportaba directo
a casa. Muchas navidades había horneado pan de jamón junto a su
padre, y seguro que al primer bocado, Singh y O´Connor sentirían el
mismo calorcito que en ese momento le llenaba el corazón.

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