En aquel golpista obeso, y en aquella crónica escrita en diciembre de1992, encontré ciertas claves para entender los golpes que en estos tiempos se propinan a las libertades.
Porque al reparar en el gordo y su desaliñada franela rosada, José Ignacio Cabrujas nos reveló la carne de fondo. "Así, el vestuario fue el antecesor de una retórica revolucionaria sacada del frigorífico, donde de casualidad no se habló de la zafra, o patria o muerte, o hasta la victoria siempre, emblemas de uso durante los años sesenta convertidos treinta años después en la visión idílica e irresponsable de un pueblo al que se le convocaba a la muerte armado de botellas rotas".
Cabrujas murió en 1995 sin saber que esos emblemas se convirtirían en el discurso oficial. Tampoco pudo ver como la franela rosada, perdiendo toda blancura, y quizás, un vestigio de pureza, viró al rojo.
Junio de 2009. Los rebeldes la emprenden contra otro canal de televisión. Esta vez no hacen falta las armas. Ahora tienen el poder. Los días de Globovisión están contados y una vez más el hombre de la franela rosada impone "algo siniestramente yuquero" a un país que corre de espaldas hacia su encierro. Escucho los debates en la Asamblea Nacional, escucho a Diosdado Cabello, escucho a Chávez, y el hombre de la franela rosada esta allí, indolente, a la izquierda de la pantalla, empujando a Venezuela a "una era signada por el chicharrón suicida, un tenebroso período de onoto fundamental y latica guardada".
Y no por gordo, revolucionario, pobre o vestir de rosado. Es porque ese hombre encarna la violencia retrógada de quien entiende la democracia como un arte marcial cuyo fin es doblar brazos y conciencias.
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