Sigamos suponiendo, por ejemplo, que al presidente Chávez lo sorprende un infarto. Todos somos mortales, decía JFK, y en algún momento de la vida nos sorprende la pelona. Y supongamos que la sucesión se enreda y el poder cambia de manos. O supongamos que la oposición desplaza al chavismo en las elecciones, asunto matemática, humana y políticamente posible.
Peor aún, supongamos que unos años más de inflación, inseguridad e infelicidad arrojan el consenso de un fracaso y la necesidad de un cambio.
¿Para qué y para quién se legisló durante todos estos años en Venezuela?
La pregunta es pertinente para quienes puedan encontrarse en el lado débil de la ecuación cuando el péndulo del poder no les favorezca.
Si algo ha dejado en claro esta década revolucionaria es que alinear el Estado con el gobierno rinde excelentes dividendos para quienes promueven, caminan y aprovechan esa línea. Pero redactar Constituciones, leyes, decretos, discursos y sentencias judiciales para moldear al Estado en función de los caprichos del gobierno es una calle ciega.
Porque llegará el momento cuando los que hoy tienen privilegios, favores y cargos no tendrán el sartén por el mango. Y eso no hay que suponerlo, así lo ha demostrado la historia.
Y supongamos entonces que ese marco legal e institucional, concebido y operado desde la cúpula, se mueve en contra de quienes lo crearon y lo apoyaron. Que de pronto la tortilla da la vuelta y toca enfrentar al gobierno sin padrinos ni privilegios.
Harían bien asambleístas y funcionarios públicos al suponer, por un instante y beneficio del debate, que les toca pasar a la otra acera para sufrir la voluntad del poder avalado por las leyes.
Y entonces preguntarse ¿en Venezuela se está gobernando para todos o para los militantes?
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